Gadamer: Hegel y la dialéctica
Prólogo
La dialéctica de Hegel es una fuente constante de irritación. Incluso a
aquellas personas que han sabido atravesar el torbellino lógico del Parménides
de Platón, les produce una mezcla de decepción lógica y entusiasmo
especulativo. Yo me cuento entre esa clase de personas. Y desde el principio de
mi carrera me propuse la tarea de poner en mutua relación la dialéctica antigua
y la dialéctica hegeliana, de modo que se aclarasen una a otra. Pero no por eso
fue mi intención ponerme a reflexionar sobre este método, o si se quiere
no-método, del pensamiento para obtener un juicio definitivo sobre él, sino
para no dejar inexhausto el reino de intuiciones que este enigmático modo de
conocimiento permite extraer con la mediación de los conceptos. Por mucho que
pueda decirse sobre las cavilaciones lógicas de la dialéctica, por mucho que
pueda, asimismo, preferirse la «lógica de la investigación» a la «lógica del
concepto», la verdad es que la filosofía no es simplemente investigación. La
filosofía ha de incorporar, dentro de sí misma, la anticipación de la totalidad
que impulsa a nuestra voluntad de saber y que se plasma en la totalidad de
nuestro acceso al mundo por medio del lenguaje, y debe dar cuenta de ello por
la vía del pensamiento. Ésta es una necesidad insoslayable de la razón humana,
incluso en la era de la ciencia y de la particularización de la misma, que
prolifera en todas las direcciones de la investigación especializada. La
filosofía no puede, pues, desdeñar la oferta del pensamiento dialéctico.
Habiéndome educado en el bien montado taller conceptual de la fenomenología, y
tras haber sido llevado primero por Nicolai Hartmann y después por Martin
Heidegger a una confrontación con la lógica de Hegel, me ha estimulado el
desamparo que se siente al tener que encararse con la pretensión hegeliana de
restaurar la idea de demostración filosófica. Así, a lo largo de decenios, me
ha acompañado la tarea de introducir claridad en la productiva oscuridad del
pensamiento dialéctico y aprender a exhibir la sustancia de su contenido. A
pesar de estos decenios de esfuerzos, el resultado fue sólo discreto. Entre el
Escila de la pedante clarificación lógica y el Caribdis de la incontrolada
entrega al juego dialéctico, era difícil mantenerse en el punto medio. Pero
inmensamente más difícil resultaba poder comunicar lo que había logrado
verificar, siguiendo el curso del pensamiento especulativo, sin volver a
convertirlo en enigma. Sin la ayuda que puede ofrecer el sustrato griego que
hay en el pensamiento de Hegel, mi fracaso hubiera sido aún mayor. Por esta
razón presento los siguientes ensayos, que espero que puedan ayudar a aprender
a deletrear a Hegel.
Los tres primeros, que constituyen el núcleo de este breve volumen y son fragmentos
de un libro no escrito, analizan algunas partes de la Fenomenología del
espíritu y de la Ciencia de la lógica. Les sigue el texto de una conferencia en
que traté de los años de Hegel en Heidelberg, una época que ha sido decisiva
para la formación del sistema hegeliano. El capítulo final lo constituye un
trabajo, hasta ahora inédito, que contempla las diferencias y semejanzas entre
Hegel y Heidegger, y es reproducción de una conferencia que el pasado invierno
pronuncié en Italia.
CAPÍTULO PRIMERO
Hegel y la dialéctica de los filósofos griegos
El método, desarrollado por los filósofos antiguos, de extraer las
consecuencias de hipótesis contrarias entre sí —método que podía, como señala
Aristóteles2, ser practicado incluso sin saber el «qué» de las cosas de las que
se estuviese tratando—, fue restaurado en el siglo XVIII por la dialéctica
trascendental kantiana de la razón pura, en la medida en que Kant reconoció la
necesidad que arrastra a la razón a enredarse en contradicciones. Los
seguidores de Kant: Fichte, Schelling, Schleiermacher y Hegel se adhirieron a
la demostración de la necesidad de tal dialéctica, superaron la valoración
negativa de la misma y reconocieron en ella una posibilidad peculiar de la
razón humana para trascender los límites del entendimiento. Todos ellos eran
conscientes del origen clásico de la dialéctica; así, por ejemplo,
Schleiermacher hizo suyo el arte platónico de conducir un diálogo. Pero la
dialéctica de Hegel, si se la compara con el uso que sus contemporáneos hacen de
dicho método, ocupa una posición enteramente propia.
Hegel se percató de la ausencia de un verdadero rigor metódico en el uso que
sus contemporáneos hacían de la dialéctica, y, de hecho, su procedimiento
dialéctico es enteramente distinto y peculiar. Se trata de una progresión
inmanente, que no pretende partir de ninguna tesis impuesta, sino más bien
seguir el automovimiento de los conceptos, y exponer, prescindiendo por entero
de toda transición designada desde fuera, la consecuencia inmanente del pensamiento
en continua progresión. Encarecidamente insiste en que las introducciones,
divisiones de capítulos, epígrafes, etc., no constituyen propiamente parte del
cuerpo del desarrollo científico, sino que sirven tan sólo a una necesidad
externa. De acuerdo con ello, Hegel critica a sus contemporáneos (Reinhold y
Fichte, entre otros) por partir de la forma de la proposición o de los
principios en su exposición de la filosofía. Frente a ello, él considera su
propio procedimiento como el verdadero redescubrimiento de la demostración
filosófica, cuya forma lógica no puede ser la que conocemos por la exposición
sistemática de la geometría, según Euclides, y que fue analizada por
Aristóteles en su Organon.
Muy verosímilmente está aludiendo Hegel a esta separación de la analítica
respecto de la dialéctica, cuando escribe en el Prefacio de la Fenomenología:
«Una vez que la dialéctica se ha separado de la demostración, el concepto de
demostración filosófica estaba, de hecho, perdido» (Phän., 53)
Por razones de contenido, este pasaje podría referirse también, sin duda, a la
destrucción de la metafísica dogmática del racionalismo y su método matemático
de demostración —una destrucción que Hegel atribuye a Kant y a Jacobi (XV, 543
ss., cf. 608). De acuerdo con esta interpretación, el concepto de demostración
filosófica habría sido eliminado por la crítica de Kant a las demostraciones de
la existencia de Dios, y esta pérdida habría dado lugar al romántico y
«metódico proceder del presentimiento y el entusiasmo». Pero el contexto nos
enseña que, según Hegel, el concepto de demostración filosófica no es, en
absoluto, correctamente entendido cuando se pretende imitar con él el método
matemático de la demostración. Opera también aquí una secular referencia a la
degradación de la dialéctica a un simple medio auxiliar preparatorio, similar a
la efectuada por Aristóteles al hacer objeto de crítica lógica a la dialéctica
de Platón. Pero esta circunstancia no debiera hacernos olvidar el hecho de que
Hegel redescubre en Aristóteles, sin embargo, las más profundas verdades
especulativas. Pues, de hecho, Hegel subraya de modo expreso que el método de
la demostración científica lógicamente analizado por Aristóteles, la
apodíctica, en modo alguno se corresponde con el procedimiento filosófico que
Aristóteles realmente practica. Pero, en cualquier caso, Hegel no contempla el
modelo de su concepto de demostración en Aristóteles, sino más bien en la
dialéctica eleática y platónica. Con su propio método dialéctico Hegel pretende
haber reivindicado el método platónico de dar cuenta o razón, de efectuar la
prueba dialéctica de todas las suposiciones sobre un problema. Y esa pretensión
no es mera jactancia. Por el contrario, Hegel ha sido realmente el primero en
captar la profundidad de la dialéctica platónica. Es el descubridor de los
diálogos platónicos propiamente especulativos, Sofista, Parménides y Filebo,
que no existían en absoluto para la conciencia filosófica del siglo XVIII, y
solamente gracias a él fueron reconocidos como el auténtico núcleo de la
filosofía platónica por todo el periodo subsiguiente, hasta los impotentes
intentos, hacia mitad del siglo XIX, de probar que estas obras eran
espúreas.
Ciertamente, tampoco la dialéctica platónica, ni siquiera la del Sofista, es,
según Hegel, una dialéctica «pura», porque parte de proposiciones supuestas,
que no son, como tales, derivadas unas de otras en su necesidad. De hecho, para
su ideal metódico de demostración filosófica, Hegel puede confiar menos
firmemente en el Parménides, esta «suprema obra de arte de la antigua
dialéctica» (Phän., 57), o en cualquier otro de los diálogos tardíos,
que en el estilo general de la conducción socrática del diálogo, a la que
ensalza por esa plástica inmanente que es la autoforjación del pensamiento. Él
advirtió, sin duda correctamente, que el incoloro papel que juegan los
interlocutores del diálogo socrático sirve para favorecer el desarrollo del
pensamiento, de acuerdo con una consecuencia inmanente. Alaba a los
interlocutores socráticos por ser jóvenes sinceramente moldeables, que están
dispuesto a renunciar a la pertinacia y arbitrariedad de las propias
ocurrencias que pudieran perjudicar el desarrollo del pensamiento. El grandioso
monólogo del propio filosofar dialéctico de Hegel satisface, ciertamente, su ideal
del inmanente autodespliegue del pensamiento con una conciencia metódica
enteramente distinta, que se basa mucho más en el ideal cartesiano de método,
en el aprendizaje del catecismo y en la Biblia. Así se entrelaza de peculiar
manera en Hegel su admiración por los antiguos con la conciencia de la
superioridad de la verdad moderna, determinada por el cristianismo y su
renovación en la Reforma.
El tema general de la edad moderna, la querelle des anciens et des
modernes, encuentra en la filosofía de Hegel su monumental teatro de
batalla. Por esta razón, antes de adentrarnos en la inspección de las diversas
referencias particulares de Hegel a los paradigmas griegos, convendría
detenerse a considerar su propio punto de vista sobre este viejo debate entre los
antiguos y los] modernos. En el Prefacio a la Fenomenología escribe: «El tipo
de estudio de los tiempos antiguos se distingue del de los tiempos modernos en
que aquél era, en rigor, el proceso de formación plena de la conciencia
natural. Ésta se remontaba hasta una universalidad corroborada por los hechos,
al experimentarse especialmente en cada parte de su ser allí y al filosofar
sobre todo el acaecer. Por el contrario, en la época moderna el individuo se
encuentra con la forma abstracta ya preparada; el esfuerzo de captarla y
apropiársela es más bien el brote no mediado de lo interior y la abreviatura de
lo universal más bien que su emanación de lo concreto y de la múltiple variedad
de la existencia. He ahí por qué ahora no se trata tanto de purificar al
individuo de lo sensible inmediato y de convertirlo en sustancia pensada y
pensante, sino más bien de lo contrario, es decir, de realizar y animar
espiritualmente lo universal mediante la superación de los pensamientos fijos y
determinados. Pero es mucho más difícil hacer que los pensamientos fijos cobren
fluidez, que hacer fluir a la existencia sensible» (Phän., 30).
Este pasaje nos enseña que lo especulativo y, en el sentido de Hegel,
productivo de la filosofía antigua reside en que lo individual es purificado
del modo de conocimiento del sentido inmediato y es elevado a la universalidad
del pensamiento. Es claro que Hegel está pensando aquí, sobre todo, en Platón y
Aristóteles. Y la gran realización de Platón consistió precisamente en haber
desvelado como una ilusión la certeza del sentido y la opinión en ella
arraigada, y haber instalado al pensamiento en una situación de independencia
que le permite aspirar a conocer la verdad de la realidad en la universalidad
pura del pensar, sin interferencia de la intuición sensible.
En Platón reconoce Hegel la primera elaboración de la dialéctica especulativa.
Porque lo que hace Platón es algo más que limitarse a confundir lo particular
—eso también lo hacían los sofistas —, para así dejar que surja mediatamente lo
universal: sino que, por el contrario aspira a contemplar lo universal,
«aquello que debe valer como determinación», tomado puramente en sí mismo, lo
cual significa, según Hegel, mostrarlo en su unidad con su contrario. Y
precisamente por ello es Aristóteles para Hegel el verdadero adoctrinador del
género humano, puesto que es maestro en reducir las más diversas
determinaciones a un sólo concepto: recoge todos los momentos de una
representación, que se le aparecían desperdigados e inconexos, sin dejar fuera
las determinaciones ni establecer primero una y luego otra, sino juntándolas
todas en una sola. En la universalidad del análisis ve también Hegel el
elemento especulativo en Aristóteles.
Inversamente, la tarea de la filosofía moderna consiste, según Hegel, en
realizar lo universal e «infundirle espíritu» mediante la abolición de los
pensamientos fijos y determinados. Luego nos ocuparemos de ver lo que esto
significa. Bástenos por ahora extraer de esta profunda contraposición entre lo
antiguo y lo moderno, expuesta por Hegel en el Prefacio de la Fenomenología, la
indicación de que la filosofía antigua era capaz de estar más cerca que la
nueva de la fluidez de lo especulativo, porque los antiguos conceptos aún no
han sido desarraigados del suelo de la pluralidad concreta, a la que deben
concebir: son determinaciones aún por elevar a la universalidad de la
autoconciencia, y en las cuales es pensado «todo lo que ocurre» en la
conciencia del lenguaje natural. Por ello la antigua dialéctica tiene para
Hegel la característica general de ser siempre dialéctica objetiva. De acuerdo
con su propio sentido esta característica puede ser tenida por negativa, pero
no en el sentido moderno: lo nulo no es nuestro pensar, sino el mundo como lo
aparente mismo (cfr. XIII, 327). Pero de la contraposición de la antigua
filosofía con la nueva, resulta que la mera elevación a la universalidad del
pensamiento no puede ser suficiente. Queda aún la tarea de descubrir en esta
universalidad, inmediatamente corroborada, la «pura certeza de sí mismo», la
autoconciencia. Ésta es, según Hegel, la deficiencia de la conciencia
filosófica de la antigüedad: que el espíritu está aún enteramente inmerso en la
sustancia —o dicho en términos hegelianos: que la sustancia es el concepto sólo
«en sí»—, que aún no se sabe en su ser-para-sí, como subjetividad, y, por
tanto, aún no es consciente de que al concebir lo que ocurre se encuentra a sí
mismo.
Si de acuerdo con lo anterior la dialéctica antigua representa para Hegel estos
dos momentos, ambos —positivo y negativo— serán también decisivos para la
dialéctica hegeliana. Esto quiere decir que la dialéctica hegeliana querrá ser
«objetiva» y no una mera dialéctica de nuestro pensar, sino de lo pensado, del
concepto mismo. Y como tal dialéctica del concepto, tendrá que completar la
evolución hasta desarrollarse en concepto del concepto, en concepto del
espíritu mismo.
Cuando uno se percata de la esencial unidad de esta doble pretensión, subjetiva
y objetiva, resulta claro que no sólo no es alcanzado el sentido de la
dialéctica hegeliana cuando se ve en ella meramente una mecánica subjetiva del
pensar, o, como dice Hegel, «un columpiante sistema subjetivo de raisonnement,
donde falta el contenido» (Enz. § 81). Se comete un error no menos gigantesco
cuando se juzga la dialéctica de Hegel en términos de la tarea que se
propusiera la metafísica académica de los siglos XVIII y XX: concebir la
totalidad del mundo en un sistema de categorías. Entonces la dialéctica
hegeliana se convierte en el intento, sin dirección ni perspectiva, de
construir este sistema del mundo como un sistema universal de relaciones de
conceptos.
Desde la crítica de Trendelenburg al comienzo de la lógica hegeliana, crítica
que impugna la coherencia interna de la superación de las contradicciones
dialécticas en una unidad más alta, este segundo malentendido ha encontrado
general audiencia. Trendelenburg no creía decir nada crítico al demostrar que
el progreso dialéctico del ser y la nada hacia el devenir presupone ya la
intuición del movimiento: como si no fuera el movimiento de la autoconciencia
el que se piensa a sí propio en todas las determinaciones del pensamiento, y
también en la del ser. La crítica de Trendelenburg todavía sigue convenciendo a
Dilthey, lo cual constituye en éste una barrera última en su esfuerzo por
reconocer lo que hay de valioso y permanente en la dialéctica hegeliana.
También Dilthey entiende la lógica de Hegel como el intento de concebir la
totalidad del mundo en un sistema de relaciones de categorías, y critica a Hegel
por haber caído en la decisiva ilusión de querer desarrollar en la totalidad
del mundo el sistema de las relaciones lógicas en él contenidas, sin un apoyo
similar al que había tenido Fichte en la autointuición del yo. Como si Hegel no
hubiese declarado expresamente ya en el periodo de Jena, según relata
Rosenkranz, que lo absoluto «no necesita dar inmediatamente al concepto la
forma de la autoconciencia y llamarle, por ejemplo, «yo», para poder
recordar-se siempre a sí mismo en el objeto de su saber... Sino que para el
saber, como unidad de la autoconciencia universal e individual, es precisamente
este elemento y esencia suya el objeto y el contenido de su ciencia, y debe,
por tanto, ser expresado de una manera objetiva. Y así él es el ser. Y en este
ser, como simple y absoluto concepto, lo absoluto se sabe a sí mismo
inmediatamente como autoconciencia, de modo que con este ser no se le ocurre
haber expresado algo contrapuesto a la autoconciencia.." Para el que
desconozca este punto, será ciertamente el progreso lineal de la evolución
dialéctica del concepto «un hilo muerto y sin fin», y se le antojará, como
después de Dilthey les ocurrió también a otros (J. Cohn, N. Hartmann),
empeñados en el mismo intento de valorar positivamente la dialéctica hegeliana,
haber elevado una objeción al proclamar que el sistema de relaciones de los
conceptos lógicos es más polifacético y contiene más dimensiones, y que Hegel
lo ha reducido frecuentemente por la violencia a la línea unitaria de su
progreso dialéctico.
Esta objeción puede tener algo de razón, sólo que no es objeción. Hegel no
necesita negar, y él lo sabe, que su exposición no siempre alcanza la necesidad
de la cosa. Por tanto, no se recata, en reiterados cursos contiguos de
despliegue dialéctico, de volver siempre a acercarse de un modo nuevo y
distinto a la verdadera articulación estructural de la cosa. Por otra parte, no
se trata tampoco de ningún construir arbitrario, que siguiese un hilo carente
de genuina ordenación consecuencial. Pues lo que determina el desarrollo
dialéctico no son las relaciones conceptuales en cuanto tales, sino más bien el
hecho de que en cada una de estas determinaciones del pensamiento se piensa a
sí el «sí mismo» de la autoconciencia, que reclama enunciar cada una de estas
determinaciones y que sólo al final, en la «idea absoluta», alcanza empero su
plena representación lógica. El automovimiento del concepto, que Hegel intenta
seguir en su lógica, descansa, por tanto, enteramente en la absoluta mediación
de la conciencia y su objeto, de la que Hegel hizo tema expreso en su
Fenomenología del espíritu. Ésta prepara el elemento del saber puro, que en
modo alguno es un saber de la totalidad del mundo. Pues no es el mero saber de
los entes, sino que, con el saber de lo sabido, es siempre al mismo tiempo
saber del saber. Este es el sentido expresamente establecido por Hegel, de la
filosofía trascendental. Sólo porque el objeto sabido no puede ser jamás
separado del sujeto que sabe —lo cual quiere decir que cuando está en su verdad
es en la autoconciencia del saber absoluto—, hay un automovimiento del
concepto.
Para la dialéctica de la Fenomenología del espíritu vale algo similar. Su
movimiento es el movimiento de la superación de la diferencia entre saber y
verdad, sólo a cuyo final surge la total mediación de la misma, la figura del
saber absoluto. Sin embargo, también esta dialéctica presupone ya el elemento
de saber puro, del pensarse-a-sí-mismo en el pensar de todas las
determinaciones. Es bien sabido que Hegel se ha guardado expresamente contra el
malentendido que considera a su Fenomenología del espíritu como una
introducción propedéutica que no tiene todavía el carácter de la ciencia. Por
el contrario, es precisamente el camino que eleva la conciencia común a
conciencia filosófica, en el curso del cual es abolida la distinción en la
conciencia, la fisura entre conciencia y objeto, lo que constituye el objeto de
la ciencia fenomenológica. Esta última se sitúa ya en el nivel de la ciencia,
en el cual es superada esa diferencia. Una introducción que preceda a la
ciencia es algo que no puede darse. El pensamiento comienza consigo mismo, vale
decir, con la decisión de pensar.
Así, sea que se considere a la lógica o a la fenomenología o a cualquier otra
parte de la ciencia especulativa, la ley que gobierna el movimiento de esta
dialéctica tiene su fundamento en la verdad de la filosofía moderna, que es la
verdad de la autoconciencia. Simultáneamente, sin embargo, la dialéctica
hegeliana representa también una readmisión de la dialéctica antigua, y
ciertamente de un modo tan explícito como jamás se le ocurrió a nadie antes de
Hegel, ni en la Edad Media ni en la Edad Moderna. Esto pueden ilustrarlo ya los
más tempranos proyectos de su sistema, en la llamada Lógica de Jena.
Ciertamente, la construcción dialéctica es allí bastante más laxa. Las
disciplinas tradicionales de la filosofía representan la estructura de la
totalidad de manera aún relativamente inconexa. La maestría dialéctica de Hegel
se acredita mejor aquí en los detalles del análisis, que no ha logrado aún
llevar a término la tarea de integrar el legado de la tradición en un proceso
dialéctico unitario. Pero precisamente este carácter inacabado del todo permite
reconocer en los pormenores, con particular nitidez, el origen histórico del
material elaborado por Hegel. Ya Heidegger señaló en El Ser y el Tiempo la
conexión que guarda el análisis del tiempo en la Lógica de Jena con la Física
de Aristóteles. Y otra observación testimonia, de modo aún más impresionante,
hasta qué punto fue Hegel fecundado por la dialéctica antigua. El capítulo
sobre el principio de la identidad y de la contradicción delata, tanto en su
plan como en su terminología, una relación mucho más estrecha con el Parménides
de Platón de lo que puede advertirse en la correspondiente sección de la
Lógica. En la Lógica de Jena se habla todavía de «lo múltiple», para referirse
precisamente a la diferencia.
De hecho, la idea de la lógica hegeliana viene a ser una especie de
reincorporación de la totalidad de la filosofía griega a la ciencia
especulativa. Por mucho que esté determinado por el punto de partida de la
filosofía moderna, según el cual lo absoluto es vida, actividad, espíritu, no
es, sin embargo, en la subjetividad de la autoconciencia donde ve Hegel el
fundamento de todo saber, sino en la racionalidad de todo lo real, y, por ende,
en un concepto del espíritu como lo verdaderamente real.
Ello sitúa netamente a Hegel dentro de la tradición de la filosofía griega del
nous, que comienza con Parménides. Esto se muestra de forma patente en el modo
como desenvuelve Hegel los más abstractos conceptos del ser, la nada y el
devenir, los primeros en la historia universal de la filosofía, como un proceso
homogéneo de la continua determinación del pensamiento; y lo mismo puede igualmente
decirse de la transición, por él establecida, que lleva de la existencia a lo
existente. La ley que gobierna esta continua determinación es, manifiestamente,
que estos conceptos, los más simples y más antiguos, del pensar representan ya
«en sí» definiciones de lo absoluto, que es espíritu, y alcanzan por ello su
culminación en el concepto del saber que se sabe a sí mismo. Es el movimiento
del conocer, que se reconoce a sí mismo, por primera vez, en la dialéctica del
movimiento, con la cual comenzó su curso el pensamiento griego. Esto lo
confirma la siguiente formulación de Hegel, suscitada por la dialéctica de
Zenón: «La razón por la cual la dialéctica se ocupa primero del movimiento, es
precisamente que la dialéctica es ella misma este movimiento, o, dicho de otro
modo, el movimiento mismo es la dialéctica de todo ente» (XIII, 313). La
contradicción que demuestra Zenón en el concepto del movimiento ha de ser,
según Hegel, admitida como tal, sólo que eso no significa nada contra el
movimiento, sino que, por el contrario, demuestra la existencia de la
contradicción. «Si algo se mueve, ello no es por estar aquí en este ahora y en
otro ahora allí (allí donde esto está en algún tiempo dado, no está
precisamente en movimiento, sino en reposo), sino tan sólo por estar, en uno y
el mismo ahora, aquí y no aquí, por estar y al mismo tiempo no estar en este
aquí» (ibid.). En el fenómeno del movimiento cobra el espíritu certeza de su
mismidad por primera vez, y de una manera inmediatamente intuitiva. Y ello ocurre
porque el intento de apelar al movimiento como algo que es, conduce a una
contradicción. A lo que se mueve no le conviene en su ser el predicado de estar
aquí ni tampoco el de estar allí. El movimiento mismo no es ningún predicado de
lo que es movido, ningún estado en el cual se encuentre un ente, sino una
determinación del ser de tipo sumamente peculiar: el movimiento es «el concepto
de la verdadera alma del mundo; nosotros estamos acostumbrados a considerarlo
como un predicado, como un estado [—porque nuestro modo de captar y de apelar
es en cuanto tal predicativo y por ello tiene un efecto de fijación—], pero de
hecho es el sí mismo, el sujeto como sujeto, lo que permanece de la
desaparición» (VII, 64 ss.).
El problema del movimiento alienta también en la dialéctica del último Platón,
a la que Hegel dedicó particular atención. La rígida quietud de un cosmos de
ideas no puede ser la última verdad. Porque el «alma», que está referida a
estas ideas, es movimiento, y el logos, que piensa la relación de las ideas
entre sí, es necesariamente un movimiento del pensar, y con ello un movimiento
de lo pensado. Aunque el sentido en el cual se supone que el movimiento es ser
no puede ser pensado sin contradicción, la dialéctica del movimiento, esto es,
la contradicción a la que conduce la tarea de pensar el movimiento como ser, no
puede impedirnos reconocer que el movimiento tiene por necesidad un ser en
común con el ser. Éste es, claramente, el resultado del Sofista, y mirada a
esta luz, la «transición en el instante», esta supremamente maravillosa
naturaleza de lo súbito, de la cual habla Platón en el Parménides (156 a), sólo
puede, en definitiva, ser entendida en sentido positivo.
Pero es, sobre todo, en la filosofía de Aristóteles donde subyace, como motivo
central, la mutua conexión del movimiento y el pensamiento. Baste recordar aquí
cómo el más elevado concepto de la filosofía de Aristóteles, el concepto de
«energeia», expresa esta mutua conexión. Para Aristóteles la energeia está
en oposición a la «dynamis». Pero como la dynamis tiene para él una
significación puramente ontológica, pues no significa ya tan sólo la
posibilidad de mover, sino una posibilidad de ser, y, por tanto, el modo de ser
que caracteriza a la «hyle», vale decir, la materia ontológicamente considerada,
síguese de aquí que el concepto deenergeia que le corresponde cobra
también una función puramente ontológica. Significa la pura presencia como tal,
que, en su pureza, conviene al motor inmóvil, al nous, a la razón, es decir, a
aquello que, en el más propio y supremo sentido, es ente. Pero el concepto
de energeia, que Aristóteles concibe como pura presencia, es, sin
duda, originariamente un concepto de movimiento y designa la realización actual
de algo como opuesto a la mera posibilidad o capacidad. Aunque el ente supremo
esté totalmente exento de dynamis, y sea, por tanto, pura energeia,
lo cual significa que en él no puede darse movimiento alguno, pues todo
movimiento implica dynamis, continúa resonando manifiestamente, empero, en la
conceptuación del ser como energeia algo de la esencia de la
movilidad. La puraenergeia viene a coincidir con la peculiar
estabilidad característica del movimiento circular, y es, al mismo tiempo, una
superación del mismo. Sólo porque ello es así, puede manifiestamente
Aristóteles creer que, en su determinación del movimiento, ha ido más allá de
la mera oposición del ser y del no ser, y que ha dejado tras de sí a Platón, al
definir la esencia del movimiento como «energeia de lo posible en
tanto que posible».
Hasta qué punto la dialéctica del movimiento, que de este modo domina la
filosofía de Platón y de Aristóteles, viene a encontrarse con los intereses de
Hegel, que vio «la absoluta tendencia de toda cultura y toda filosofía», en que
lo absoluto sea determinado como espíritu, es algo que se verá más claro
posteriormente, cuando examinemos de una manera más pormenorizada la
autovinculación de Hegel a la filosofía griega. El problema que plantea el
movimiento al pensar, es el problema de la continuidad. Que la tarea que Hegel
se ha propuesto depende de este problema, lo demuestra su concepto de la
homogeneidad del proceso dialéctico, en el que se refleja la conexión entre el
pensar y el movimiento. Pero aun allí donde se ha intentado escapar a la
absoluta mediación de la dialéctica de Hegel, el problema continúa
planteándose, característicamente, en tanto que tal, como, por ejemplo, en las
investigaciones lógicas de Trendelenburg, en el concepto de origen de Hermann
Cohen, en el creciente reconocimiento con el que Dilthey ensalza la realización
de Hegel, pero también en la doctrina de Husserl sobre la intencionalidad y la
corriente de la conciencia, en especial en la continuación de la misma en la
doctrina de la intencionalidad del horizonte y de las intencionalidades «anónimas»,
y, finalmente, en el descubrimiento por Heidegger de la posición ontológica
fundamental del tiempo.
En vista de la continuidad que de este modo subsiste entre la dialéctica del
movimiento y la dialéctica del espíritu, la autovinculación de Hegel a la
filosofía antigua parece realmente bien fundada. Pero ahora se plantea la
cuestión de cómo alcanza a cobrar expresión, de acuerdo con el modo de su
adscripción metódica a la dialéctica antigua, la conciencia que tiene Hegel de
la oposición entre el periodo antiguo y el moderno, y de la oposición entre las
tareas que una y otra época le plantean al pensar. Él pretende haber
fluidificado, mediante la dialéctica, las rígidas categorías del entendimiento,
en cuya oposición queda prisionero el pensamiento moderno. La dialéctica debe
lograr la superación de la distinción entre sujeto y sustancia y concebir la
autoconciencia, inmersa en la sustancia, y su pura interioridad, que es para
sí, como figuras faltas de verdad de uno y el mismo movimiento del espíritu.
Para referirse a la fluidificación de las categorías ontológicas tradicionales
del entendimiento, Hegel emplea la característica expresión de «infundirse
espíritu». Esto significa que ya no deben limitarse a concebir al ser en
oposición a la autoconciencia, sino más bien pensar al espíritu como la verdad
propia de la filosofía moderna. De acuerdo con su origen griego, son conceptos
que deben enunciar el ser de la naturaleza, de lo que se presenta a nuestro
alrededor y ante la movilidad de las cosas naturales desembocan en dialéctica.
Pero entonces, inversamente, su autonegación, su reducción a la
autocontradicción debe alumbrar la verdad, más alta, del espíritu. Como
pertenece a la esencia del espíritu sostener la contradicción y mantenerla en
él precisamente como la unidad especulativa de los opuestos, la contradicción,
que era una prueba de nulidad para los antiguos, se convierte en algo positivo
para la filosofía moderna. La nulidad de lo que está sencillamente a nuestro
alrededor, de lo que es enunciado como ser, da a luz la verdad, más alta, de
«lo que es sujeto o concepto». Nada de esto hay en la antigua dialéctica.
Incluso el Parménides de Platón se presenta como un ejercicio sin resultado.
Siendo esto así, ¿cómo se explica que Hegel creyese estar dando nueva vida a la
dialéctica antigua? Aun suponiendo que la dialéctica del movimiento pudiese
mostrar una genuina correspondencia con la dialéctica del espíritu, ¿cómo puede
Hegel creer que la dialéctica del movimiento, que fue desarrollada por Zenón y luego
llevada por Platón a un más alto nivel de reflexión, suministre un modelo para
su propio método dialéctico? ¿Cómo pueden esos esfuerzos, que a nada conducen,
demostrar el verdadero resultado de que lo absoluto es espíritu?
Para poner en claro esta cuestión conviene hacer memoria de los propios
enunciados de Hegel sobre su método dialéctico. Nuestro punto de partida debe
serlo el cuestionable carácter de la forma de la proposición como vehículo
propio de la esencia especulativa de la filosofía. Pues al comienzo mismo de
toda reflexión sobre la lógica de la filosofía especulativa, debemos
percatarnos de que la forma de la proposición (o, respectivamente, del juicio)
no es adecuada para la expresión de verdades especulativas (cfr. Enz. § 31). La
exigencia de la filosofía es concebir. Pero la estructura de la proposición y
del juicio ordinario del entendimiento no puede satisfacer esta demanda. En el
juicio ordinario el sujeto es lo que subyace (hypokeimenon = subjectum),
aquello con respecto a lo cual el contenido, es decir, el predicado, se
comporta como su accidens. El movimiento del determinar
discurre de acá para allá por encima del ente así puesto, es decir, el sujeto,
como una base firme en qué apoyarse. El sujeto puede ser determinado como esto
y también como aquello, en un respecto así y en otro respecto de otro modo. Los
respectos, bajo los cuales es juzgado el sujeto, son externos al sujeto mismo.
Lo cual quiere decir que éste siempre puede ser juzgado bajo otros respectos.
El determinar es, por tanto, exterior a la cosa y prescinde de toda necesidad
del desarrollo, en la medida en que la base firme del sujeto trasciende a todas
estas determinaciones en un contenido que le es añadido, puesto que también se
le pueden añadir otros predicados. Todas estas determinaciones son, pues,
externamente captadas y guardan entre sí una relación puramente externa.
Incluso allí donde un nexo deductivo cerrado parezca satisfacer el ideal de una
demostración concluyente, como es el caso en el conocimiento matemático, Hegel
no deja de reconocer (véase el Prefacio a su Fenomenología) una tal
exterioridad. Pues las construcciones auxiliares que hacen posible una
demostración geométrica no son deducidas necesariamente de la cosa. Se le
tienen que ocurrir primero a uno, aunque luego su validez termine por resultar
evidente en el curso de la prueba.
Con polémica incisión califica Hegel de raisonnement (=
raciocinio) a todos estos juicios del entendimiento. La palabra raisonnement tuvo,
en cierto tiempo, una connotación negativa, que todavía encuentra cierta
resonancia en el significado del vocablo alemán raisonnieren (=
raciocinar). Partiendo de la visión negativa de «que algo no es así», no se
obtiene un progreso real del conocimiento de la cosa, de suerte que, por ejemplo,
lo positivo que yace en toda negación, pasase a ser el tema de la
consideración. Por el contrario, el raisonnieren se mantiene
en esta vana negatividad y se limita a reflejarse a sí mismo. Se entretiene en
hacer juicios y con esto no se atiene a la cosa, sino que pasa por encima. «En
lugar de permanecer en ella y olvidarse de sí en ella, semejante saber se lanza
siempre en pos de algún otro, pero lo cierto es que permanece junto a sí mismo,
en vez de quedar junto a la cosa y entregarse a ella» (Phän., 11). Pero más
importante es que el llamado conocimiento positivo es también raisonnement,
en el sentido de que coloca al sujeto de base y procede de una a otra
representación, poniéndolas en relación con este sujeto. Es característico de
ambas formas, positiva y negativa, delraisonnement, que el movimiento de
esta pensativa captación de la cosa discurre externamente por ella como si ésta
fuese inmóvil e inerte.
En cambio, el pensamiento especulativo es pensamiento conceptual. La natural
captación de la determinación, para ir más allá del sujeto de la proposición
hacia otros aspectos por los cuales la cosa es determinada como esto o aquello,
queda limitada. «Experimenta, por así decirlo, como un contraímpetu. Comenzando
con el sujeto como si éste permaneciese en la base, encuentra que, mientras el
predicado es más bien la sustancia (subjectum), el sujeto se ha tornado en
predicado y es así superado; y mientras lo que parece ser un predicado se torna
así en una masa completa independiente, el pensar no puede vagar libremente de
un lado a otro, sino que más bien es .retenido por este peso» (Phän., 50). El
movimiento del pensar conceptual, al cual describe Hegel con ésta y una serie
de metáforas similares, lo caracteriza como algo insólito. Para el conocimiento
«representativo» ordinario constituye un desafío. Al querer experimentar algo
nuevo sobre la cosa, se va más allá del fundamento del sujeto en pos de algo
otro que se le pueda adscribir como predicado. Pero en las proposiciones
filosóficas sucede algo completamente diferente. En ellas no se da ningún
fundamento firme del sujeto, que, en cuanto tal, permanezca incuestionado. Aquí
el pensamiento no llega a un predicado que signifique algo distinto, sino más
bien a un predicado que lo fuerza a retornar al sujeto. No es que se capte algo
nuevo o diferente como predicado, pues al pensar el predicado se está, en
realidad, ahondando en aquello que el sujeto es. El subjectum, tomado como un
fundamento firme, es abandonado, puesto que el pensamiento no piensa algo diferente
en el predicado, sino que más bien redescubre en él al sujeto mismo. De aquí
que para el pensamiento «representativo» ordinario una proposición filosófica
sea siempre algo así como una tautología. La proposición filosófica es una
proposición de identidad. En ella es superada la supuesta diferencia entre el
sujeto y el predicado. Hablando en propiedad, la proposición filosófica no es,
en absoluto, proposición. Nada se propone en ella que deba luego permanecer.
Porque el «es», la cópula de esta proposición, tiene aquí una función
enteramente diferente. No enuncia ya el ser de algo con algo otro, sino que más
bien describe el movimiento en el cual el pensamiento pasa desde el sujeto al
predicado para volver a encontrar en él el suelo firme que ha perdido.
La especulación filosófica comienza, por tanto, con la «decisión de pensar
puramente» (Enz. § 102). Pensar puramente significa pensar sólo lo que es
pensado y nada más. Como Hegel dice en una ocasión, la especulación es la pura
consideración de aquello que debe valer como determinación. Pensar una
determinación no es pensar algo diferente a lo cual pertenece la determinación,
esto es, algo que no sea la determinación misma. Más bien la determinación ha
de ser pensada «en sí misma», es decir, ha de ser determinada como aquello que
es. Pero con ello es en sí misma ambas cosas, tanto lo que es determinado como
lo que es determinante. En tanto que el determinar se refiere a sí mismo, lo
que es determinado es al mismo tiempo distinto de sí mismo. En este punto, sin
embargo, ya ha sido empujado hacia la contradicción que yace dentro de sí
mismo, y se encuentra en el movimiento de su superación, es decir, produce por
sí mismo la «simple unidad» de aquello que, en la oposición de la identidad y
la no identidad, como negación de sí mismo, pugnaba por arrojar. El «pensar
puro», que en una determinación dada no piensa nada más que esta determinación
misma, sin pensar conjuntamente ninguna otra cosa adventicia, tal y como la
facultad de representación acostumbra a imaginar, descubre en sí mismo el
origen de toda determinación posterior. Sólo cuando la completada mediación de
todas las determinaciones, la identidad de la identidad y la no identidad es
pensada, en el concepto del concepto o espíritu, puede reposar en sí mismo el
movimiento de esta progresión. De ahí que caracterice Hegel al movimiento
especulativo como plástico-inmanente, queriendo decir con ello que se configura
a sí mismo a base de sí mismo. Lo contrario de esto es la «ocurrencia», es
decir, la aportación de representaciones que no son inherentes a una
determinación, sino que más bien se nos «ocurren» con ella, y justamente por
ocurrírsenos perturban la marcha inmanente de esta continua autoconfiguración
de los conceptos. Así como el pensamiento subjetivo al que algo se le «ocurre»
se desvía por esta ocurrencia de la dirección de lo que ha sido pensado, Hegel
entiende que las ocurrencias o intrusiones de la imaginación externa
constituyen una desviación de nuestra penetración del concepto, tal y como éste
continúa determinándose a sí mismo. En filosofía no hay buenas ocurrencias.
Pues toda ocurrencia es una transición, que carece de conexión, de necesidad y
de visión, hacia algo distinto. Pero el filosofar debe ser, de acuerdo con
Hegel, el necesario, evidente y homogéneo progreso del concepto mismo.
Esta característica formal de la continua determinación del pensar en sí mismo
no necesita demostrar primero que las contradicciones que emergen se unifican
ellas mismas, fundiéndose en un nuevo positum, en un nuevo y simple
mismo. El nuevo contenido no es propiamente deducido, sino que siempre se ha
mostrado ya a sí mismo como lo que mantiene la fuerza de la contradicción, y se
manifiesta a sí mismo como uno: el sí mismo del pensar.
En resumen, hay tres elementos que, de acuerdo con Hegel, puede decirse que
constituyen la esencia de la dialéctica. Primero: el pensar es pensar de algo
en sí mismo, para sí mismo. Segundo: en cuanto tal es por necesidad pensamiento
conjunto de determinaciones contradictorias. Tercero: la unidad de las
determinaciones contradictorias, en cuanto éstas son superadas en una unidad,
tiene la naturaleza propia del sí mismo. Hegel cree reconocer estos tres
elementos en la dialéctica de los antiguos.
Si dirigimos nuestra atención al primero de estos elementos, advertiremos que
incluso en la más antigua dialéctica griega es claramente evidente semejante
pensar para sí de las determinaciones. Sólo la decisión de tratar de pensar
puramente y evitar nociones ficticias, puede haber conducido a la increíble
osadía del pensamiento que caracteriza a la filosofía eleática. Y ciertamente
es el recurso plenamente consciente a tal pensamiento lo que encontramos en
Zenón, por ejemplo, en los tres primeros fragmentos de la colección de Diels,
que proceden de Simplicio. La demostración de Zenón —que si existiera lo
«múltiple» tendría que ser infinitamente pequeño, ya que consistiría en ínfimas
partes sin tamaño, y al mismo tiempo tendría que ser infinitamente grande,
puesto que constaría de infinitamente muchas de estas partes— descansa sobre el
supuesto de que ambas de: terminaciones, la pequeñez y la multiplicidad de las
partes, son pensadas por sí mismas y, en cada caso, conducen por sí mismas a
las determinaciones de «lo múltiple». También el segundo elemento, es decir, el
pensamiento simultáneo de las determinaciones contradictorias, está aquí
presente en el argumento, en la medida en que dicho argumento pretende ser una
refutación indirecta de la hipótesis de lo «múltiple». Pero es una refutación
tal sólo en tanto que la pequeñez y el tamaño han de ser directamente adscritos
a lo múltiple, y no en diferentes aspectos. Una separación de los diferentes
aspectos de multiplicidad y pequeñez evitaría, en efecto, la contradicción. La
forma del argumento corresponde exactamente a los que los antiguos atribuían al
«eleata Palámedes»: que para cada proposición hay que investigar también su
contraria, y que hay que desarrollar además las consecuencias de ambas
proposiciones. Ciertamente, en Zenón el hecho de pensar las determinaciones
conjuntamente y por sí mismas es dialéctico-negativo. Lo que es determinado por
tales contradicciones es, por contradictorio, nulo y vacío. El tercer elemento
de la dialéctica hegeliana que hemos señalado, la positividad de las contradicciones,
falta por tanto aquí.
Pero también cree Hegel poder mostrar esta positividad en la antigua
dialéctica, aunque no antes de Platón. Hegel está, por supuesto, de acuerdo en
que la dialéctica en Platón, bien frecuentemente, sólo tiene el propósito negativo
de confundir los prejuicios. Como tal, es sólo una variante subjetiva de la
dialéctica de Zenón, que con los medios de la representación externa y sin
resultado positivo es capaz de refutar cada afirmación —un arte particularmente
cultivado por los sofistas. Pero por encima de esto Hegel ve en Platón una
dialéctica positivo-especulativa, una dialéctica tal que no conduce a
contradicciones objetivas solamente por abolir su presuposición, sino que
comprende además la contradicción, la antitética del ser y el no ser, de la
diferencia y la indiferencia en el sentido de su recíproca correspondencia, y,
por tanto, de una unidad superior. Para esta interpretación de la dialéctica
platónica Hegel se inspira, sobre todo, en el Parménides de Platón, cuya exégesis
onto-teológica desarrollada por el neoplatonismo él tuvo presente. Allí, en lo
que enteramente parece ser una radicalización de la dialéctica de Zenón, se
lleva a cabo la conversión de una posición en su contraria —y ciertamente,
merced a un proceso de mediación, en el cual cada una de estas determinaciones
es pensada abstractamente por sí misma. (Por supuesto, Hegel, como ya hemos
mencionado, le objeta a la dialéctica del Parménides el que no sea todavía pura
dialéctica, sino que comienza con representaciones dadas, como, por ejemplo, la
proposición: «Lo Uno es.» Pero si se acepta este innecesario comienzo, entonces
—opina Hegel— esta dialéctica es «enteramente correcta».)
El Parménides destaca por derecho enteramente propio entre las obras de Platón.
Es cuando menos problemático decidir si la exhibición de contradicciones en el
Parménides tiene un sentido positivo de demostración, y no se trata tan sólo de
un ejercicio propedéutico que intenta disolver la fijación de las suposiciones
ideales y el rígido concepto eleático del ser que late tras esas suposiciones.
Pero Hegel procede luego a leer el Sofista platónico con la idea preconcebida
de que la dialéctica tiene allí el mismo sentido que en el Parménides, y sobre
la base de esta idea preconcebida encuentra que en el Sofista se expresa, de
hecho, la positividad de las contradicciones absolutas. Lo decisivo que Hegel
cree leer aquí es que Platón enseña que lo idéntico debe ser reconocido, en uno
y el mismo respecto, como lo diferente. Hegel llega a esta conclusión, como
hace ya largo tiempo que se ha demostrado, merced a una total malcomprensión
del pasaje 259 b del Sofista. Su traducción dice así: «Lo difícil y verdadero
es esto: que lo que es lo otro es lo mismo. Y ciertamente en uno y el mismo
respecto, por el mismo lado» (XIV, 233). Pero lo que en verdad se dice en el
referido pasaje es: Lo difícil y verdadero es, cuando alguien dice que lo mismo
es de alguna manera también diferente, seguirle hasta averiguar en qué sentido
y en qué respecto ello es así. Si no se caracteriza este respecto, y se lo deja
indeterminado, entonces concebir lo mismo como diferente y producir de esta
manera contradicciones es, por el contrario, expresamente caracterizado como
una tarea inútil que sólo tiene interés para un aprendiz.
No cabe duda de que esta particular referencia, y de hecho también la
referencia al Sofista en conjunto, como un ejemplo de dialéctica «eleática» y
no obstante «positiva», carece de justificación. Platón ve lo esencial de su
doctrina del logos y la fundamental diferencia que lo separa de la filosofía de
los eleatas en el hecho de que él logra arribar del carácter abstracto de la
oposición del ser y del no ser a la posible unificación de ambos, libre de
contradicción, en el sentido de la recíproca correspondencia de las
determinaciones reflexivas de la identidad y la diferencia. Esta perspectiva le
permite suministrar una positiva justificación del quehacer del dialéctico, es
decir, de la diferenciación, la división y la definición, a pesar de la aparente
contradicción de que lo mismo sea uno y múltiple cuando es determinado como
algo. Pero aquí no se intenta, en modo alguno, extremar una hipótesis hasta la
contradicción, y, menos aún, hacer que emerja un sí mismo superior, en el cual
las determinaciones abstractas y pensadas para sí, cuya contradicción requiere
su superación, vengan a confluir en la unidad simple de una síntesis; sino que,
por el contrario, la identidad y la diferencia llegan a concretarse de modo que
el ente se encuentra en relación con otro ente y siempre es, en diferente
respecto, al mismo tiempo idéntico y diferente. Así, pues, el sentido del
Sofista está bien lejos de inscribirse en la línea del intento de Hegel de
instaurar la dialéctica de la contradicción por encima de la llamada lógica
formal, como el método de la lógica especulativa superior. Por el contrario, en
el Sofista (230 b) se encuentra la más importante prefiguración de la célebre
fórmula del principio de contradicción que ha establecido Aristóteles en el
libro cuarto de la Metafísica.
Es manifiesto que Platón quiere liberar al genuino dividir y definir de la
falsa dialéctica del arte erístico de la contradicción. Pudiera ser que ello
entrañase su propia aporía de lo uno y lo múltiple, pero la meta del Sofista es
precisamente romper el falso hechizo que opera en las discusiones y
argumentaciones, cuando «sin especificar en qué aspecto», se demuestra que algo
es, a la par, idéntico y diferente.
Preguntémonos, por de pronto, qué significa esta malinterpretación que hace
Hegel del mencionado pasaje platónico, esto es, qué actitud positiva y real le
lleva a Hegel a convertir en su opuesto un pasaje no particularmente oscuro.
Quien esté familiarizado con Hegel entenderá por qué éste rehusa escuchar, en
el pasaje en cuestión, el requerimiento, estipulado por Platón, de que en cada
caso debe ser especificado el respecto en el cual algo es idéntico y diferente.
Pues tal requerimiento contradice estrictamente el método dialéctico propio de
Hegel. Dicho método consiste, ciertamente, en pensar una determinación en sí
misma y por sí misma, hasta el extremo de que resalte su unilateralidad y ello
nos fuerce a pensar su opuesto. Las determinaciones opuestas son exacerbadas
hasta la contradicción, precisamente por ser pensadas en su abstracción, por sí
mismas. Hegel ve aquí la naturaleza especulativa de la reflexión: lo que está
en contradicción es reducido a momentos, cuya unidad es la verdad. En cambio,
el entendimiento pugna por evitar contradicciones, y allí donde encuentra una
antítesis procura restringirla, todo cuanto puede, a la indiferencia de la mera
distinción. Ciertamente, lo que es distinto es contemplado en un aspecto común,
que es el de la desemejanza (y que siempre implica, a la par, el respecto de la
semejanza). Pero el mero diferenciar no reflexiona sobre esto. Considera sólo
los aspectos diferentes de una cosa en los cuales son evidentes su semejanza y
su desemejanza. En este punto intenta el entendimiento, según Hegel, fijar el
pensamiento. Remueve la unidad de la semejanza y de la desemejanza y la
transfiere desde las cosas al pensamiento mismo, que piensa a ambas en su
actuar13 .
En ambos casos, el de la semejanza y el de la desemejanza, el entendimiento se
sirve del mismo medio, que consiste en no pensar las determinaciones en ellas
mismas, en su puro contenido conceptual: no intenta pensarlas como sujeto, sino
como predicados que convienen a un sujeto y que le pueden convenir, por tanto,
en diferente respecto. De este modo las determinaciones abstractas permanecen una
junto a otra, en un indiferente «también», puesto que no son pensadas como
tales, sino más bien como los atributos de algo diferente. En lugar de
«agrupar» las determinaciones «y así superarlas, el entendimiento, al que nos
referimos, por el contrario, trata de resistir, apoyándose para ello en el en
tanto que y en los distintos puntos de vista, o recurriendo a asumir uno de los
pensamientos para mantener el otro separado y como lo verdadero» (Phän., 102;
81). Precisamente aquello que Platón ofrece contra los sofistas como el
requerimiento del pensar filosófico, lo llama Hegel la sofistiquería del
entendimiento y de la imaginación. ¿No habría que concluir que el procedimiento
propio de Hegel, que deja sin especificar los respectos al objeto de exacerbar
las determinaciones empujándolas hacia la contradicción, sería llamado
sofística por Platón y Aristóteles?
Pero ¿acaso, aunque haya malentendido ciertos pormenores, no ha entendido Hegel
correctamente la posición global de Platón? ¿No tiene razón al reconocer en el
Sofista platónico la dialéctica de las determinaciones reflexivas de la
identidad y de la diferencia? ¿No ha sido efectivamente la gran hazaña de
Platón el haber elevado la abstracta contraposición eleática del ser y del no
ser a la relación especulativa del ser y de la nada, que cobra contenido con
las determinaciones reflexivas de la identidad y la diferencia? Y ¿no tiene
también razón Hegel desde el momento en que la tarea que se había propuesto de
hacer fluidas las rígidas determinaciones del pensamiento converge con la
visión de Platón sobre la inevitable confusión de todo discurso? Platón habla
del pathos imperecedero de loslogoi, como si el
enredarse en contradicciones fuese el adverso destino del pensamiento. Platón
tampoco ve esto sólo como algo negativo, como aquella confusión de los
conceptos e intuiciones fijas que la ilustración griega aportó mediante la
demonización del arte retórico y del arte de la discusión. Por el contrario, ve
en Sócrates la nueva posibilidad, que consiste en que el poder del discurso
puede cobrar una auténtica función filosófica y, en la confusión de las
imaginaciones, alumbrar la mirada sobre las verdaderas relaciones de las cosas.
La autodescripción que en su Carta Séptima nos aporta Platón del conocimiento
filosófico, enseña que la función positiva y la función negativa del logos
tienen un fundamento común en la cosa. Los «medios» del conocer: palabra,
concepto, intuición o imagen, opinión o punto de vista, sin los cuales
cualquier uso del logos es imposible, son de suyo equívocos, pues cualquiera de
ellos puede adelantarse a ocupar un primer plano y, de este modo, mostrarse a
sí mismo y no a la cosa que significa. Pertenece a la esencia del enunciado el
no ser dueño de su adecuada interpretación, pues está siempre expuesto al
riesgo de ser interpretado en sentido falsamente literal. Lo cual no quiere
decir sino que aquello mismo que hace posible la visión de las cosas, tiene, al
mismo tiempo, el poder de distorsionarlas. La filosofía y el razonamiento
sofístico no pueden ser discriminados cuando nuestra atención se dirige
exclusivamente a lo enunciado en tanto que tal. Sólo en la realidad viva del
diálogo, en el cual «los hombres de buena disposición y auténtica dedicación a
las cosas» alcanzan mutuo acuerdo, puede obtenerse el conocimiento de la
verdad. Toda filosofía es, por tanto, dialéctica. Porque todo enunciado,
incluso aquel, y precisamente aquel, que enuncie la estructura interior de la
cosa, la mutua relación de las ideas, contiene la contradicción de lo uno y de
lo múltiple, de modo que es posible explotar esta contradicción con una
intención erística.
Por supuesto, el propio Platón puede hacer algo semejante, como lo muestra el
Parménides. Lo que parece ser la verdad única de la dialéctica socrática, la indestructible
inconmovibilidad de una idea, que parece exclusivamente garantizar la unidad de
lo significado y hacer, en general, posible la comprensión, no es la pura y
simple verdad. En una confrontación magistralmente diseñada por Platón, el
viejo Parménides hace ver bien claramente al joven Sócrates que ha intentado
definir la idea demasiado pronto y que ahora debe aprender a disolver de nuevo
el para sí de la idea. Todo enunciado es, por esencia, tanto un múltiple como
un uno, porque el ser es en sí mismo distinto. Es él mismo logos.
De este modo se puede obtener una clara visión de la verdadera naturaleza de la
predicación, lo cual permite combatir con éxito el arte sofístico de confundir
el discurso. En la esfera propiamente filosófica de los enunciados de esencia,
por ejemplo, en la definición, no estamos tratando con la predicación, sino con
la autodiferenciación especulativa de la esencia. El logos es, de acuerdo con
su estructura, una proposición especulativa en la cual el llamado predicado es en
verdad el sujeto. En un sentido distinto del arte erístico —calificado por
Platón de pueril—, que emplea abusivamente la contradicción de la unidad y la
multiplicidad en sus argumentaciones, en este enunciado especulativo late una
grave aporía, una contradicción insoluble de lo uno y lo múltiple, que es al
mismo tiempo una rica fuente de progreso en nuestro conocimiento de las cosas.
De conformidad con estas sugerencias del Filebo, también la exposición de la
dialéctica de los géneros en el Sofista sigue siendo en el fondo «dialéctica»,
por cuanto que no puede darse ninguna caracterización simple del respecto en el
cual algo es diferente cuando se ha enunciado la recíproca correspondencia
dialéctica de la diferencia con la identidad misma, del no ser con el ser. El
enunciado filosófico que pretende determinar la esencia de las cosas mediante
la articulación de las «ideas» entraña en sí, de hecho, la relación
especulativa de la unidad de los contrarios. En este sentido, Hegel no está
completamente injustificado al buscar en Platón el soporte de sus
concepciones.
Es bien natural, por tanto, que Hegel insista en la pretensión de haber
sobrepujado la necesidad de la matemática que reivindica para sí la dialéctica
platónica de las ideas. La dialéctica no necesita de figuras, es decir, de
construcciones traídas del exterior a las cuales siguiera luego la
demostración, de nuevo como algo externo, sino que recorre el camino del
pensamiento, tal y como se enseña en el libro VI de la República, enteramente
de idea a idea, sin interferencia de nada que venga de fuera.
Conocido es el procedimiento de la diairesis, la división del tema bajo
consideración efectuada de acuerdo con la estructura del mismo, es decir, de
acuerdo con las diferencias lógicas en él subyacentes. En esta operación veía
Platón el cumplimiento mental de sus exigencias metódicas. Es cierto que
Aristóteles criticó este procedimiento de la división conceptual tomando como
base el criterio de consecuencia lógica, con lo cual «separó la dialéctica de
la demostración». Pero también lo es que Hegel no le sigue en esa crítica. El
ideal de consecuencia lógica queda, con respecto al ideal de la demostración,
al ideal del progreso inmanente del pensamiento, mucho más lejos que la
continuidad ilativa del diálogo platónico, que divide y define, pero
ciertamente no deduce, sino que más bien tiende a una comprensión del tema en
cuestión a través del intercambio de preguntas y respuestas.
Pero la verdad es que una crítica lógica de esa índole no es aplicable al
movimiento especulativo del diálogo platónico. Sólo cuando Platón pretende
hacer dialéctica imitando el estilo monológico de Parménides y Zenón es cuando,
a juicio de Hegel, le falta la unidad de la evolución inmanente y el
«enredo».
Si ahora pasamos a considerar la autovinculación de Hegel a la filosofía de
Aristóteles, podemos comprobar que el buen y el mal entendimiento están
mezclados en igual medida. Por lo que ya queda dicho, es evidente que la lógica
propia del método dialéctico en modo alguno puede ser derivada de Aristóteles.
Por el contrario, es altamente paradójico que Hegel otorgue el rango de
«especulativa» a la universal «empeiría» del proceder aristotélico. Por otra
parte, la cita de Aristóteles (Metafísica, XII, 7), con la cual concluye Hegel
la exposición de su sistema en la Enciclopedia (Enz., 463), demuestra cuánto de
sus propias concepciones era capaz de reconocer en el contenido de la filosofía
de Aristóteles.
Un más cuidadoso examen de la interpretación que ha consagrado Hegel a dicho
pasaje en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía, es muy instructiva
en este respecto. Dicha interpretación se encuentra en dos lugares: XIV, 330
ss. y (en conexión con De Anima, III, 4), 390 ss. No puede negarse que en el
pasaje en cuestión Aristóteles está estableciendo la verdadera identidad
especulativa de lo subjetivo y de lo objetivo como la más alta cima de su
metafísica. Pero Hegel ve también muy claramente que, a pesar de ello,
Aristóteles no da a esta identidad la función sistemática de principio que
tiene para el idealismo especulativo. «Para Aristóteles el pensar es un objeto
como cualquier otro—una especie de estado. Él no dice que la sola verdad es que
toda cosa es pensamiento; sino que lo que dice es que el pensamiento es lo
primero, lo más vigoroso, lo más estimado. Somos nosotros quienes decimos que
el pensamiento, como aquello que se relaciona consigo mismo, es la verdad. Más
aún, nosotros decimos que el pegamiento es toda la verdad, pero no
Aristóteles... Aristóteles no se expresa tal como habla hoy la filosofía; pero
este mismo punto de vista es para él básico.»
Veamos si de hecho es así. Sin duda, lo que aquí interesa en la interpretación
de los textos aristotélicos es cuestión de matices. Pero tampoco se trata,
precisamente, de una mera diferencia en los modos de lectura. Por el contrario,
si se parte del pasaje leído por Hegel, podrán advertirse los leves cambios que
éste introduce en el pensamiento de Aristóteles. Hegel expone con entera
corrección cómo caracteriza Aristóteles al supremo nous por aquello que éste
piensa. El Nous se piensa a sí mismo «recibiendo lo pensado como su objeto. Así
es receptivo; pero es pensado, en la medida en que actúa y piensa. Así el
pensamiento y lo pensado es lo mismo». La interpretación de Hegel, al respecto,
es que «El objeto se plasma en actividad, energía». Indudablemente Aristóteles
quiere decir algo distinto, a saber, que, a la inversa, el pensamiento deviene
«objeto», esto es, pensado. Y más adelante cree Hegel con Aristóteles poder
fundamentar esta conversión en energía, al leer a Aristóteles así: «Pues lo que
recibe la cosa pensada y la esencia es el pensamiento». Y más explícitamente en
página 390: «Su recibir es actividad y produce lo que aparece como siendo
recibido —es activo, en la medida en que tiene». Así, pues, Hegel piensa ya la
receptividad o el captar como actividad. Pero esto también es erróneo.
Aristóteles quiere decir, sin duda, que aquello que puede recibir tiene también
ya el carácter del pensar, pero que este pensar tiene sólo actualidad cuando ya
ha recibido, y concluye de ahí que la actualidad y no la potencialidad es el
elemento divino del pensar. Es cierto que esta conclusión se encuentra
sustancialmente también en la paráfrasis de Hegel, pero no en tanto que
conclusión; por el contrario, para Hegel la prioridad del ser en acto es tan
evidente, que deja de otorgar un papel fundamental en la marcha del pensamiento
a la conexión entre el ser capaz de recibir un pensamiento y tenerlo (que es lo
que justifica en Aristóteles la sentada conclusión). Así el resultado al que
llega Hegel es ciertamente correcto: «El nous sólo se piensa a sí mismo porque
es lo más excelente» (391). Pero para Hegel esta proposición significa que lo
que es supremo es el ser del pensamiento, la libre actividad, y no lo que es
pensado. Según Aristóteles, para la determinación de lo que es supremo es
preciso partir primero y precisamente de lo que es pensado. Pues todo pensar es
por mor de lo pensado. Y así concluye: Si el nous ha de ser lo supremo —como
queda establecido—, lo que éste piensa, lo pensado, no puede ser otra cosa que
él mismo. Por ello se piensa a sí mismo.
Este orden de las cosas corresponde a la marcha platónica del pensamiento en el
Sofista. Allí se atribuye primero al ser el movimiento del ser conocido y del
ser pensado, y sólo después la determinación de la vida y la movilidad del
pensar21. Allí también parece que se prefiere partir del ser pensado y no
primariamente del pensarse a sí mismo. Pero esto significa que el pensarse a sí
mismo, que está en la misma línea que el alma, la vida y el movimiento, no
puede ser pensado como «actividad». La «energeia», el ser-en-funcionamiento, no
pretende caracterizar el origen de la libre espontaneidad del sí mismo, sino
más bien el ser irrestricto y pleno del proceso creador, que se consuma en lo
creado, el ergon. Por tanto, Hegel expone la forma griega de
la «reflexión en sí», por así decirlo, desde un fin equivocado, a saber, que el
propio Hegel ensalza como el auténtico descubrimiento de la moderna filosofía
que el absoluto es actividad, vida, espíritu.
La alteración del significado original del texto griego no es aquí tan
manifiesta en la interpretación hegeliana de Aristóteles, como lo fue la
interpretación del pasaje de Platón antes discutido. La razón última de ello es
que el concepto de vida, desde el cual piensan los griegos el ser, también
juega un papel fundamental en el intento que hace Hegel de distanciarse
críticamente de la moderna filosofía de la subjetividad. Subsiste, ciertamente,
una insuperable diferencia, por cuanto Hegel define la vida siempre desde el
espíritu, desde el autorreconocerse en el ser otro, como «reflexión en sí»,
mientras que, a la inversa, los griegos piensan como lo primero lo que se mueve
a sí mismo, o lo que tiene en sí mismo el comienzo del movimiento; y partiendo
de aquí, es decir, desde un ser que se encuentra en el mundo, trasladan al Nous
la estructura de la autorreferencialidad.
Un texto particularmente clarificador, en el que se señala esta diferencia, es
De Anima, III, 6, 430 b, 20 ss. Allí se establece una inferencia que va
precisamente de la relación de oposición entre «steresis» y «eidos» a la
relación entre el cognoscente y lo conocido. Donde falta la oposición de
la steresis, el pensamiento se piensa a sí mismo, o en otras
palabras, se da la pura autopresentación del eidos.Es, por tanto,
la autorreferencialidad del ser, lo que es pensado, la que da al pensar la
característica del pensarse a sí mismo, y no una autorreferencialidad del
pensar, que sería como tal el ser supremo. También aquí cambia las cosas la
exposición de Hegel. A este respecto, el orden aristotélico de la marcha del
pensamiento es inequívoco: el diferenciarse de las cosas es lo primero. La
diferenciación que lleva a cabo el pensar es lo segundo. La diferenciación que
lleva a cabo en sí el pensar, de modo que «se piensa a sí mismo», es sólo un
tercer estadio, para el que se precisa la consecuencia de lo pensado. Por
tanto, donde Aristóteles y Hegel se encuentran, es sólo en el resultado, en la
estructura de la autorreferencialidad como tal.
Pero si nos volvemos de estas convergencias y divergencias de contenido que se
dan entre Hegel y la filosofía griega a la consideración de lo que es
propiamente lógico, a la cuestión de cómo puede erigirse la dialéctica de Hegel
en forma de la demostración filosófica, entonces el modelo de los griegos, a
despecho de cualquier conexión de la dialéctica de Hegel con la dialéctica
eleática y platónica, es aquí lo que nos sirve de ayuda. Lo que Hegel reconoce
con razón en los griegos, es lo que reconoce en todas partes donde existe la
filosofía: la especulación. Las proposiciones de la filosofía no pueden ser
entendidas como juicios en el sentido de la lógica predicativa. Esto no sólo es
válido para los pensadores expresamente «dialécticos» como Heráclito o Platón.
Como correctamente ve Hegel, esto es también válido para Aristóteles, a pesar
de que haya sido Aristóteles quien explicó la estructura de la predicación,
tanto en su forma lógica como en su fundamento ontológico, y quien, al hacer
esto, rompió el encanto de la retórica, cultivada por los sofistas.
¿Qué es lo que permite a Hegel reconocer, con tal seguridad, el elemento
especulativo en Aristóteles? Es porque el vigor de su pensamiento le permite
pasar a través del rígido lenguaje de escuela de la filosofía y seguir en su
interpretación de Aristóteles las huellas de lo especulativo dondequiera que
aparezcan. Hoy podemos medir mucho mejor el alcance de la prestación de Hegel,
pues estamos en situación de explicar la génesis conceptual aristotélica a
partir de la operatividad del instinto lingüístico, al que sigue su
pensamiento.
Con ello se cierra el círculo de nuestras consideraciones. Pues éste fue
precisamente el punto donde Hegel, determinado como estaba por las
circunstancias modernas, vio enfrentarse sus personales esfuerzos filosóficos
con un problema que era precisamente el opuesto a aquél con el cual se
enfrentaron los antiguos. Lo que ahora hay que hacer es «fluidificar y
espiritualizar» las posiciones fijas del entendimiento. El propósito hegeliano
de «restaurar» la demostración filosófica, motiva la disolución de todo lo
positivo, extraño y distinto en lo familiar del ser-consigo-mismo del
espíritu.
De dos cosas se sirve Hegel para cumplir su tarea: por un lado, del método
dialéctico de radicalizar una posición hasta que resulte contradictoria; y, por
otro, de su habilidad para conjurar el contenido especulativo oculto en el
instinto lógico del lenguaje. En ambos respectos le fue útil la filosofíaantigua.
Él elaboró su propio método dialéctico, ampliando la dialéctica de los antiguos
y transformándola en una superación de la contradicción hacia una síntesis cada
vez más alta. Vimos que su utilización de los griegos está justificada sólo en
parte, es decir, por referencia al contenido, pero no al método. Mas para la
otra dimensión de su empeño, para la ayuda especulativa que es capaz de
proporcionar el instinto lógico del lenguaje, la antigua filosofía fue
paradigmática. En la medida en que trató de superar —sin purismos de ninguna
clase— el enajenado lenguaje escolástico de la filosofía, y fundir el extraño
vocabulario y las artificiales expresiones de dicho lenguaje con los conceptos
del pensamiento ordinario, Hegel acertó a incorporar el espíritu especulativo
de su lengua materna al movimiento especulativo del filosofar, a la manera
como, por don de la naturaleza, ejercitaron el primitivo filosofar los
pensadores griegos. El ideal metódico de Hegel, la exigencia de un progreso
inmanente, en el cual los conceptos se mueven hacia una mayor diferenciación y
concretización, encuentra su permanente sustento y su guía en el instinto
lógico del lenguaje. El modo de exponer la filosofía no puede tampoco, a juicio
de Hegel, estar nunca enteramente divorciado de la forma de la proposición y de
la apariencia de una estructura predicativa, que acompaña a esa forma.
Aquí me parece adecuado ir más allá de la propia autocomprensión de Hegel y
reconocer que el desarrollo dialéctico y la atención al espíritu especulativo
del lenguaje propio tienen, en definitiva, una misma esencia y guardan entre sí
una unidad dialéctica y una indisoluble reciprocidad. Pues lo especulativo
solamente es real cuando no es solamente retenido en la interioridad del mero
opinar, sino que alcanza a cobrar expresión —sea en la forma de representación
explícita, en la contradicción y su superación, o en la velada tensión del
espíritu del lenguaje prevalente entre nosotros. En el análisis de la
proposición especulativa, que Hegel lleva a cabo en el Prólogo a la
Fenomenología, se patentiza el papel que juegan la expresión y la
representación expresa, mediante la radicalización dialéctica de la
contradicción, para su idea de demostración filosófica. Lo que con ello se
satisface no es sólo una demanda de la conciencia natural a tener bien
dispuesta en su seno la verdad especulativa. Cuando Hegel da de este modo
crédito a las demandas del entendimiento, se trata más bien de su fundamental
tema de posición contra el subjetivismo de la modernidad y las preferencias de
ésta por el reino de lo interior. «Lo inteligible es lo que es ya conocido, lo
que es común a la ciencia y a la conciencia no científica.» Hegel ve la falta
de verdad de la interioridad pura no sólo en las figuras marchitas de la conciencia,
tales como la del «alma bella» y la «buena voluntad». Ve también esta falta en
todas las formas hasta entonces aparecidas de especulación filosófica, en la
medida en que no alcanzan a elevar a consideración explícita qué
contradicciones son superadas en la unidad especulativa de los conceptos
filosóficos.
El concepto de exposición y de expresión, que define la propia esencia de la
dialéctica, de la realidad de lo especulativo, debe, al igual que el exprimere
de Spinoza, ser entendido como un proceso ontológico. Representación,
expresión, ser expresado denotan un campo conceptual tras el cual subyace una
gran tradición neoplatónica. La «expresión» no es un adventicio aditamento
emanado del arbitrio subjetivo, merced al cual se torna comunicable lo interiormente
imaginado, sino que es el venir-a-la-existencia del espíritu mismo, su
representación. El origen neoplatónico de estos conceptos no es accidental. Las
determinaciones del pensamiento dentro de las cuales se mueve el pensar son,
como Hegel subraya, no formas extrínsecas que nosotros aplicamos, como si
fueran instrumentos, a algo ya dado. Más bien sucede que ellas siempre y ya se
han apoderado de nosotros, y nuestro pensar consiste en seguir su movimiento.
Aquel cautiverio del logos que los griegos de la época clásica experimentaron
como un delirio, y a partir del cual Platón, en nombre de Sócrates, hizo surgir
la verdad de la idea, viene a caer, después de dos mil años de historia del
platonismo, en la vecindad del automovimiento especulativo del pensar que
despliega la dialéctica de Hegel.
Nuestro análisis de la autovinculación a los griegos por parte de Hegel nos ha
enseñado también que hay otro punto de convergencia entre éste y aquéllos: la
afinidad, en lo especulativo, que Hegel medio adivina en los textos griegos y
en parte extrae de ellos a la fuerza. Por esta afinidad experimenta Hegel la
fluidez lingüística del pensamiento griego en lo que era para él más
entrañable, en el nuclear enraizamiento en su lengua materna, en el hondo
sentido de los refranes y juegos verbales de dicha lengua y en el poder
expresivo de la misma, emanado del espíritu de Lutero, de la mística y de la
herencia pietista de la patria suaba de Hegel. Ciertamente, de acuerdo con
Hegel, la forma de la proposición no tiene ninguna justificación filosófica
dentro del propio cuerpo de la ciencia filosófica. La envoltura de una
proposición, al igual que el viviente poder nominador de la palabra, no es una
mera envoltura vacía, sino encubridora de un contenido. Preserva en sí lo que
hay que atribuir a la apropiación y despliegue dialécticos. Ahora bien, como
quiera que para Hegel, según ya subrayamos al comienzo, la representación
adecuada de la verdad es un quehacer infinito, que avanza sólo por
aproximaciones y repetidos intentos, las producciones del instinto lógico bajo
la envoltura de las palabras, formas preposicionales y proposiciones, son
portadoras del contenido especulativo y parte verdaderamente integrante de la
expresión, en la cual se representa la verdad del espíritu. Sólo cuando se
reconoce esta otra cara de la vecindad de la filosofía griega respecto de la
dialéctica de Hegel —sobre la cual este último no ha reflexionado
explícitamente, pues sólo alude a ella de modo ocasional y preliminar— cobra la
evocación que hace Hegel de la dialéctica antigua toda la evidencia de una
auténtica afinidad. Esta afinidad, entre Hegel y los griegos, mantiene su
verdad a pesar de la diferencia creada por el ideal de método del periodo
moderno, y a pesar de la violencia con que el propio Hegel proyecta este ideal
en la tradición clásica. En este respecto puede recordarse el parangón entre
Hegel y su amigo Hölderlin, quien adopta como poeta una posición enteramente
similar en la querelle des anciens et des modernes: así como
Hölderlin se esforzó por renovar el entendimiento clásico del arte, por dar
estabilidad y sustancia a la excesiva interioridad del periodo moderno, así la
mundanidad de los antiguos, tal y como es expresada en la ilimitada audacia de
su dialéctica, suministra un modelo al pensamiento. Pero sólo porque es el
mismo instinto lógico del lenguaje el que opera, tanto en Hegel como en los
griegos, sirve el paradigma conscientemente elegido, y frente al cual pretende
Hegel establecer su propia y reflexiva verdad del espíritu autoconsciente, de
auténtica ayuda para el pensamiento. El propio Hegel, según hemos visto, no
tiene una cabal conciencia de por qué su «culminación» de la metafísica
comporta un retorno al magno origen de ésta.
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